El otro día me tocó hacer un viaje en coche. Yo sólo. 2 horas conduciendo hasta destino. Y lo hice en silencio. Sin radio, sin música, sin podcasts, sin audiolibros, sin nada más que el ruido interior de mi cabeza dando vueltas a las mil cosas que la habitan.
Y en ese rato varias piezas encajaron, otras muchas se autodescartaron y otras tantas se fusionaron para dar a luz a nuevas ideas, más sencillas, más viables, más realistas.
Es fascinante lo que 2 horas pueden dar de sí cuando eliminas las distracciones “llena espacios”, y dedicas el tiempo a ordenar y a dejar fluir las ideas. En silencio. En soledad.
Muchas veces digo que si tuviera que definir el tiempo que vivimos, posiblemente la palabra que utilizaría sería RUIDO, y es que hemos llegado a un punto en el que el silencio nos asusta, somos adictos a las distracciones, como si nos diera miedo quedarnos a solas con nosotros mismos.
Llegamos a casa y encendemos la tele. Llegamos a la oficina y nos ponemos los cascos con música. Convocamos reuniones que podrían ser emails. Que deberían ser emails. Discutimos, debatimos, revisamos, damos vueltas a decisiones que, si paráramos un segundo y pensáramos en lugar de hablar, estarían clarísimas desde el minuto 3. Pero no. Preferimos preparar powerpoints en lugar de .docs, y abrir hilos en lugar de coserlos y rematar las costuras
Nos da miedo tomar decisiones y asumir las consecuencias. No sea que nos equivoquemos. Que tome la decisión el comité, que a mí me da la risa. Que se equivoquen ellos.
Y las decisiones consensuadas son muy buenas y necesarias, pero no para todo. A veces hay que liderar y empujar. Agarrar el timón y mantener un rumbo que nuestras tripas tienen claro, aguantando los embates de las olas de opiniones y comentarios de quienes no saben o no se atreven a tomar ese timón, y prefieren remover las aguas y hacer que el barco navegue en círculos.
Pero para salir de ese bucle hay que parar y pensar. En silencio. Dejando que las ideas se ordenen y estructuren hasta ver el camino. Y una vez lo vemos, hay que tener el coraje de andarlo. Porque las marcas por sí solas no van a ir a ninguna parte. Se dejan llevar. Por su público o por sus responsables, por quienes más manden. Y si ninguno de los dos tracciona, o si cada uno tracciona hacia un lado, giran sobre sí mismas hasta hacer un remolino que las acaba tragando y enviando al fondo del mar.
Si tu rol es el de timonel de este barco, resérvate un tiempo para pensar. Para revisar la estela que vas dejando y ver si la proyección del rumbo que llevas te acerca o aleja del puerto al que quieres llegar. Para mirar por dónde te sopla el viento y hacia dónde te llevan las corrientes. Y con todo eso, ver cuántos grados deberías mover la rueda del timón. Despacito pero con mano firme. Hasta que la proa apunte allá donde quieras ir.
Y verás como cuando el rumbo está claro, es mucho más fácil conseguir que todos remen en la misma dirección.
Paz!
L.
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